domingo, 6 de junio de 2010

Los danzantes de la noche

Para quienes no conozcan a los Danzantes de la Noche diré que son seres pequeños, del tamaño de un ratón o de una ardilla. Tienen grandes ojos grises levemente brillantes, a causa de presenciar innumerables ocasos. Despiertan al anochecer, cantando y riendo se unen unos a otros en una danza sin par. Mientras dura la noche dura su alegría. Se alimentan de melodías y con cada sonrisa, con cada cabriola, lanzan sueños a todas las direcciones. Es tanta su felicidad y buen ánimo que, al llegar el alba, el pesar se adueña de ellos viendo que deben detener su danza hasta la noche siguiente. En ese momento, justo antes de retirarse, desahogan su melancolía en amargas y dulces lágrimas que vierten también en todas direcciones. Resulta casi imposible ver a un Danzante de la Noche, sólo aquellos capaces de penetrar la oscuridad con su mirar pueden hacerlo. Sin embargo todos hemos visto el rastro que dejan al partir, lo llamamos rocío y nuestros sueños, pensamos que nos pertenecen, sólo a nosotros.

Quizá podréis imaginar mi sorpresa cuando, por el camino que lleva a mi casa y a plena luz del día, vi venir saltando con cara adusta, a un Danzante de la Noche.

Yo entonces estaba en mi jardín con Erian, mi gato volador y me asustó doblemente la idea de que mi simpático gato tratara de gastarle una broma al pequeño y visiblemente enfadado Danzante de la Noche.


-Erian, me parece haber visto un ratón dentro de la casa. – Le dije con voz inocente.

-¡¿Dónde?! – Con un batir de alas Erian voló velozmente hacía mi casa atravesando una ventana que, si no recuerdo mal, dejé firmemente cerrada antes de salir al jardín.

¡En fin!, ya recogería después los cristales.

Debo confesar que me intrigaba la presencia de un Danzante de la Noche en mi casa, debía tratarse de algo de suma importancia para que viniera a verme siendo de día.

Lo saludé con la mano y dado que Erian estaba en casa, le señalé la cabaña que hay en mi jardín considerando que era un mejor lugar de reunión. El Danzante de la Noche me saludó a su vez y asintió con la cabeza entrando en la cabaña.

En la cabaña de mi jardín, únicamente habita una araña, su nombre es Didan y en mi opinión es bastante simpática, aunque un poco dada al drama. Como todo el mundo sabe o debería saber, las arañas y los Danzantes de la Noche son amigos por naturaleza y en varias ocasiones se han hecho buenos servicios unos a otros.

Una vez en el interior de la cabaña dirigí la vista hacia el familiar rincón en el techo, en el cual tenía su telaraña Didan. Como estaba dormida le hice un gesto de silencio al Danzante de la Noche con el dedo índice en los labios. Él miró en la dirección que yo le señalaba y, comprendiendo, de dos ágiles saltos se subió a mi hombro. Acercándose a mi oído comenzó a susurrarme:


- He oído hablar muy bien de ti hechicero, pero antes de confiarte mi problema debo saber tu historia. Ábreme tu corazón para que yo pueda abrirte el mío.

- Negarme en ese momento hubiera sido peligroso. Pocas cosas hay peores que un Danzante de la Noche enfadado. Para evitar futuras pesadillas me veía obligado a actuar con tacto. De modo que, como me pedía, le narré mi historia:

- Yo vivía como todos los demás hombres, tenía un trabajo, amigos y una ilusión. Más nada me llenaba, ni mi trabajo, ni mis amigos, ni nada de lo que me rodeaba. Por eso me aferré a mi ilusión, viví entregado a ella, sintiendo, poco a poco, lo que tenía que hacer.

Me llamas hechicero, no te comprendo Danzante de la Noche, yo únicamente cuento cuentos. Y en defensa de mi ilusión eso mismo hice. Cambiando mi mundo, poco a poco, hasta en los más minúsculos detalles. Quise creer que las nubes eran en realidad, inmensas bandadas de hadas, y que, conmovidas al observar al ser humano, incapaz de volar, incapaz de sentir esa mágica e inefable sensación, lloraban compadecidas.

Quise creer que los árboles me hablaban y que de ellos surgían sabias sentencias. Y uno de ellos me decía mi verdadero nombre. Una noche olvidé lo que se suponía cierto y creí únicamente lo que yo deseaba creer. Busqué un lugar mágico y esperé al Pegaso. Antes de que la noche tocara a su fin un enorme caballo alado, blanco como la luna, descendió de los cielos directamente hacia mí. Con un atronador piafar me miró con ojos encendidos como ascuas. Deseché mi temor, le di mi nombre y mansamente se inclinó para que yo montase. Él me trajo a este lugar y desde entonces aquí vivo feliz.


- Terminado mi relato observé al Danzante de la Noche. Estaba pensativo y algo cabizbajo, de pronto alzó su pequeña cabeza y sus ojos grises me inundaron expectantes.

- ¿Me dirás tú nombre hechicero?.

- Debo admitir que su tono me sonaba a súplica y fue ese el motivo de que le contestara, casi sin pensar.

- Mi nombre es Isnarathot.

- El rostro del Danzante de la Noche se dulcificó, con una enorme sonrisa me señaló con el dedo índice y me habló:

- Desde este momento te cuento entre mis hermanos, ya no hay diferencias entre nosotros, somos iguales hechicero y estoy listo para corresponder tu honestidad.

- Quise aclararle que yo no era ningún hechicero, pero encogiéndome de hombros le dejé seguir.

- Mi melancolía nace fruto de la más maravillosa de las sensaciones, mi pesar es provocado por el más dulce sentimiento, ¿no es acaso paradójico? Tan pronto anhelo cada suspiro de vida como deseo que me llegue la muerte. No siempre fue así, naturalmente mi ánimo antes era otro. Como cualquier Danzante de la Noche bailaba, riendo y cantando a la luna, nuestra madre bienhechora, sintiéndome libre al expresar mis sentimientos con el amanecer y dibujando los sueños con mis cabriolas y saltos durante la noche siempre mágica. Mas una mañana, mientras mis hermanos se retiraban, yo quise ver el Sol. Sobre la rama de un espino miré hacia el cielo buscándolo. Una brisa llamó mi atención, fragante y deliciosa, me giré tratando de hallar su procedencia y vi a una criatura de luz, una hermosa visión. Tenía dos alas pristinas que abanicaban arco-iris al moverse. Sus ojos eran claros como el agua pura y su ser irradiaba una sencilla calma, una franca alegría, una dulce belleza interior. Me encontré rodeado de un halo de ternura al verla limpiándose, mojando sus encantadoras manos, en las lágrimas que yo y mis hermanos dejábamos cada noche. Que nuestro pesar sirviera a tales fines me llenó de emoción, pero me sobrepuse juzgando que no era momento para el llanto. Pronto la alegría fue adueñándose, poco a poco, de mí. Pues contemplarla y no sentirse dichoso era imposible. En un momento pasaron por mi mente mil pensamientos, cientos de posibles acciones, decenas de formas de acercarme a ella, pero fui incapaz de encontrar ningún elogio que le hiciera justicia. Aterrado contemplé como se preparaba para alzar el vuelo, sin pensar salté en su dirección y cuando quise darme cuenta me encontraba a su lado. Ella se sorprendió al verme aparecer tan bruscamente, pero al punto ya volvía a sonreír. Me estaba sonriendo a mí y eso hizo que me estremeciera de pies a cabeza. Embobado la miraba, mudo de asombro y admiración, con un sueño hecho realidad ante mis ojos. Cuando se marchó sólo pude musitar un: “Te amo”. Después me sentí, por primera vez en mi existencia, completamente solo. Sentado en una hoja, con la cabeza sobre las manos, comencé a llorar desconsoladamente.

Durante más tiempo del que puedo recordar, la he buscado sin suerte. Mi sufrimiento no ha pasado desapercibido entre mis hermanos, el más anciano de nosotros creyéndome enfermo me habló de tí. Me envió a tu casa confiando en que me ayudarías. Heme aquí y aquí estoy hechicero.

- ¿Me dirás tú nombre Danzante de la Noche?

- Justo es que lo haga hechicero, mi nombre es Ashdack.


- Lo cierto es que el relato de Ashdack me había conmovido. Obviamente se había enamorado de una reina hada y ese era el motivo de que le resultara tan difícil encontrarla. Me extrañaba que le hubieran hablado de mí, pero no me sorprendía demasiado, sé que se cuentan infinidad de historias en relación a mi persona. Aunque lo de hechicero me sonaba a tremenda exageración.

Sea como fuere decidí que mi camino y el de Ashdack se habían unido, él necesitaba mi ayuda y yo seguir durmiendo plácidamente por las noches. De modo que llamé a Erian y le conminé a portarse educadamente con el pequeño Danzante, hice algunos preparativos; como dibujar con polvo de hada una puerta en la cabaña de mi jardín. Y, finalmente, desperté a Didan con el fin de preguntarle si deseaba acompañarnos.


- ¡¿Qué?!, ¿Qué ocurre? – Preguntó espantada Didan al despertar bruscamente. – Tranquila Didan. Este simpático Danzante de la Noche, Erian y yo mismo vamos a viajar al reino de las hadas, ¿deseas acompañarnos?

- ¡¿Cómo?! ¿Pero por qué me avisas con tan poco tiempo? ¿Hace frío allí? ¡Por la telaraña de mi madre! ¿Dónde habré puesto la rebeca?

- Una exasperada Didan daba vueltas y más vueltas a su telaraña sin dejar de farfullar entre mandíbulas. Por fin abrió un pequeño cofre que pendía de uno de los hilos y sacó una extraña prenda esférica con cuatro agujeros a cada lado. Mientras se vestía le expliqué a Ashdack algunos detalles importantes.

- Mira, esta puerta que he dibujado nos llevará al reino de las hadas, allí espero que encuentres lo que buscas. Debes cerrar los ojos al cruzarla o el brillo, que emana de la magia del polvo de las hadas, te cegará.

- ¿Qué he de hacer después?

- ¡Tranquilo!, una vez hayamos traspasado esta puerta te lo diré.


- En realidad no tenía ni la más remota idea de a donde conduciría. En una ocasión le revelé su verdadera identidad a un hada que no sabía que lo era, como recompensa me otorgó el polvo de hada que nunca antes había utilizado.

La proverbial curiosidad de Erian pudo, como siempre, más que él, y volando atravesó el umbral perdiéndose en su fulgor. Con cortesía Ashdack invitó a Didan a que fuera la siguiente. Y por último entré yo tras el Danzante de la Noche. Olvidé mis preocupaciones y di el paso confiando en que la fortuna, que no me había abandonado desde que llegué a aquel lugar, me seguiría sonriendo.

De todos los lugares en los cuales habríamos podido aparecer, pues el reino de las hadas es conocido por su extensión, dimos con el más importante. Después de comprobar que todos habíamos llegado bien, observé los alrededores. Sin duda alguna aquello no podía ser otra cosa que el castillo de flores de la reina hada. Sus paredes estaban hechas de rosas de todos los colores imaginables, la almenas eran grandes girasoles. Y la puerta era una gran masa de enredaderas espinosas prácticamente infranqueable.


- ¿Qué lugar es este? – Preguntó admirado el pequeño Ashdack.

– Estamos en el centro mismo del país de las hadas. – Respondió Didan orgullosa de su saber. Y continuó diciendo: - Estas espinosas puertas sólo se abrirán para aquel que persiga, en su corazón, un noble objetivo. – Erian alzó el vuelo sobre el castillo, sólo para comprobar que estaba rodeado de todo tipo de flores; tulipanes, margaritas, amapolas, nomeolvides, claveles. Flores de todas clases y en tal cantidad que resultaba imposible atravesarlas. Descendió tan rápido como había alzado el vuelo y comunicó sus observaciones al resto del grupo.

- No hay otra entrada, ¿cómo vamos a pasar? – Todos nos miramos sin decir nada, como esperando algo, al final los tres observábamos al Danzante de la Noche.

- Inténtalo Ashdack. - Le dije animándole con un gesto que señalaba la puerta de espinos.

Ashdack no dudó ni un segundo avanzando hacia las afiladas espinas, se le veía seguro de si mismo, de la nobleza de su búsqueda y la fuerza de su amor. Si tembló en algún momento supongo que fue por la emoción contenida, fruto de la unión del temor y el anhelo, con los que se enfrentaba a la idea de encontrarse de nuevo con su reina hada. Para tranquilidad y regocijo de todos, los espinos escondieron sus puntas al paso de la pequeña, pero insigne figura, del Danzante de la Noche. Juntos entramos al castillo de flores e inmediatamente nos llegaron aromas únicos y maravillosos, demasiado embriagadores como para ignorarlos y continuar, nos dejamos mecer por la brisa, olvidado ya nuestro deseo de tener una audiencia con la reina hada. Recuerdo, aunque de forma algo confusa, haber mirado durante lo que parecieron horas, el transcurrir de un río en el cual las ondinas jugaban a su pasatiempo favorito, crear olas. Sus translúcidas figuras, del mismo elemento que tan bien se les daba manejar, se fundían con el río volviendo a aparecer en el lugar menos pensado, luchando contra la corriente y, a la vez, formando parte de ella. Un hada iluminó, de pronto, el aire ante mis ojos sacándome de mi abstracción.


- ¡Hechicero!, ¿qué haces aquí?

- Aturdido observé atentamente a la sorprendida hada. -¿Cuántas veces será menester que os diga que no soy un hechi...?

- ¡Oh!, ¡hay más!
– Resopló indignada el hada, interrumpiendo mi parlamento con un gesto encantador parecido a una reverencia. Miré en la dirección que indicaban sus manitas y pude observar a Erian echado al lado de una margarita que le cantaba una dulce canción de cuna. Tentado estuve de acostarme a su lado, en la fragante y verde hierba, mientras me sumía, poco a poco en el sueño, arrullado por tan agradable melodía. Mas cuando pensé en soñar me acordé del Danzante de la Noche y al girarme para buscarlo casi choco con el hada que aún parecía no dar crédito a lo que veían sus lindos ojos.

- Cuando te di el polvo de hada, no creí que lo usarías para llegar hasta aquí, ¡hechicero!

- ¡Por todos los picatostes!
- Tan atontado estaba por la subyugante atmósfera del interior del castillo que no había reconocido a Vicky, mi amiga el hada.

- ¡Amiga mía! - Le dije para apaciguarla. - Ha sido por un muy noble fin. Pero mis compañeros y yo nada podemos hacer ante la majestuosa belleza que nos rodea. A cada paso olvidamos nuestro propósito anonadados por algún nuevo prodigio. Necesitamos tu ayuda, ya he perdido de vista a dos de mis compañeros y es de vital importancia que lleguemos hasta el trono de la reina hada.

Finalmente mi preocupación por mis amigos terminó por inquietarla y pidiéndome que no me moviese se lanzó en su busca. Yo cerré los ojos y me tapé los oídos para no volver a perder la cabeza, sin embargo no hubiera podido resistir más de lo que lo hice. Por fortuna Vicky regresó prontamente devolviéndonos la normalidad a Erian y a mí con el polvo de hada que había recogido en el camino.

- ¿Y el resto? - Pregunté ansioso.

- He librado a la araña del encanto y se dirige hacia aquí por propias patas. Tu otro amigo es inmune a este lugar lo que significa que, o es muy pobre de espíritu o está enamorado, y no tardará en llegar hasta el trono. No me habías dicho que era un Danzante de la Noche. ¿No es pronto aún para él? Al menos aún queda una hora de luz.

- Razón no te falta querida amiga.
– Le dije agradecido por su ayuda.

– Pero hay fuerzas que desafían lo convencional dotando de misterio al misterio mismo.


- Vicky se echó a reír con alegría tan contagiosa, que todos terminamos riendo, incluida Didan que ya asomaba por un recodo plagado de extrañas plantas que parecían largas plumas.

- ¿Divirtiéndoos sin mí? – Preguntó Didan con fingido enojo. Iba a contestar cuando Vicky me interrumpió: - Mi poder os guardará hasta la noche, momento en el cual el jardín y sus criaturas cerrarán sus ojos y descansarán. Haced lo que hayáis venido a hacer esta misma noche, pues de lo contrario jamás saldréis de aquí. Mañana partiré con mis hermanas menores, he sido designada para mostrarles los círculos de las hadas y con ellos tu mundo hechicero. Así pues no podré ayudaros más, pero quiero que sonriáis pues siento que volveremos a vernos, algún día.

- Mientras despedíamos a tan encantadora damita Erian subió hasta mi hombro y me susurró al oído: - ¿Por qué no le has dicho que no eres un hechicero? – A pesar de su sarcástica mueca, le respondí: - Porque de nada hubiera servido.

- Sin embargo no me importaba, mi ánimo era estupendo y el camino, ahora sin el temor del olvido, era sencillamente espléndido. De tan buen humor llegamos a las inmediaciones de un enorme claro que no vimos a Ashdack. Hasta que él, a gritos, nos hizo evidente su presencia. Todavía estaríamos hablando, contándonos unos a otros las maravillas que nos había sido dado contemplar, sino me hubiera llamado la atención algo que dijo Ashdack.

- ¿Cómo que no se puede pasar? - Le pregunté provocando un confundido silencio en los demás.

- Es lo que trataba de deciros hechicero. - continuó Ashdack. – No se puede entrar al claro. Una invisible aunque sólida fuerza impide continuar. – Ashdack ilustró cuanto decía apoyándose sobre lo que parecía una invisible barrera. Al intentar continuar todos chocamos contra ella, constatando así las palabras de nuestro amigo. Pensando a gran velocidad llegué a la conclusión de que, si no podíamos llegar hasta el trono, debíamos marcharnos rápidamente pues ya anochecía. Cuando regresara el día volveríamos a estar indefensos en aquel lugar mágico. Pero, ¿cómo decirle a Ashdack que, estando tan cerca, debíamos abandonar? Didan debió hacerse eco de mis pensamientos, pues observaba al pensativo Danzante de la Noche con una gran tristeza. Tristeza tan fuerte y sincera, nos venció a todos junto a la llegada de la oscuridad, aún más apesadumbrante por el hecho de que hacía instantes reíamos con alegría, en apariencia, eterna. Mi desconsuelo era tal que me disponía a entregarme al llanto cuando la luz de la luna me acunó solazando mi espíritu. En compañía de un Danzante de la Noche la luna nos veía también a nosotros como a sus hijos dándonos su bendición. Y sus rayos iluminaron lo que el sol no pudo hacer brillar; la esperanza de Ashdack en la forma de una pequeña puerta que nacía de unos muros invisibles. Didan comenzó a aplaudir con cuatro de sus patas y Erian se disponía a celebrar nuestra suerte con sus locas piruetas aéreas cuando, otro rayo de finísima luz de luna, acarició el centro del claro. En él descansaba, en el interior de un círculo de grandes piedras, la reina hada sobre su trono. Trono que consistía en una gigantesca y exótica flor, cuyos largos y azulados pétalos abanicaban a la tendida reina hada, aliviándola así, del bochorno de una noche de verano. Todos contemplamos la escena conmovidos, sin aliento para decir nada a causa de la sorpresa. Pero el más conmovido de todos nosotros fue, por supuesto, Ashdack.

Con ese brillo, que tan solo los ojos grises de un Danzante de la Noche enamorado, pueden producir, Ashdack contempló la escena como si se tratara de uno de los maravillosos sueños que él, sin tener apenas conciencia de ello, lanzaba todas las noches por doquier, sin detenerse a meditar que contienen, o a quien van dirigidos.

Muy despacio, paladeando el momento, Ashdack atravesó la puerta lunar y se acercó al trono. Yo, de rodillas, apenas notaba a Erian y a mi araña favorita, sobre mi, apretados en idéntica tensión. Sin osar siquiera a respirar por temor de perdernos un solo detalle de esa visión incomparable.

¡Entonces Ashdack comenzó a bailar!

Nunca ojos humanos vieron algo igual. La noche entera pareció vibrar produciendo una música animadísima, la luna ofrecía su luz, sin dudarlo, al danzante de la Noche que, imparable, transformaba cada nuevo salto, cada acrobacia, en un sinfín de pequeños gestos y movimientos de una gracia magistral. Su fuerza y frenético empuje nos incitaban a seguirle, y prácticamente nos sorprendimos a nosotros mismos aplaudiendo, cantando y riendo, incapaces de seguir su ritmo, pero, del mismo modo, incapaces de no intentarlo con todas nuestras fuerzas. Nuestro ardor se tornó asombro cuando de la pequeña figura brotaron, como en un manantial de visiones, los sueños que Ashdack dedicaba con la mayor de las entregas a su amada reina hada. Cautivados por la belleza de las imágenes contemplamos escenas imposibles. Vimos un millar de unicornios corriendo, libres y salvajes, por prados inmensos. Distinguimos sin dificultad, a pesar de las maravillas que se sucedían a gran velocidad, la fuente interminable de la que siempre brota agua y a la cual acuden los dragones a refrescarse. Los bosques llenos de vigilantes elfos, siempre dispuestos a ayudar a quien yerra el camino en sus frondosos parajes. Vi al mismo ave Fénix renacer, y su fulgor era comparable al de una estrella. Pero lo que más me llegó al corazón fue ver escenas de mi mundo. Y contemplar, mudo de asombro y gratitud, que había amigos de los duendes entre los míos. Maravillado y acongojado me sumí en un plácido sopor, junto a mis dos compañeros, acunado por sueños a cual más asombroso.

Al despertar descubrí que había amanecido. Erian dormía ronroneante a mi lado y Didan descansaba bajo una hoja. Mi temor inicial de perder la cabeza se esfumó en cuanto vi acercarse a Ashdack por un camino que no recordaba. Al mirar a mi alrededor comprendí que no estábamos en la sala del trono, sino en otro lugar a salvo del subyugante jardín mágico.


- ¡Saludos amigo hechicero! – Dijo Ashdack levantando una mano obviamente feliz.

- ¿Creo bien al suponer que todo ha salido como esperabas? – Le pregunté mientras daba suaves golpecitos a Erian con el brazo y me levantaba del suelo.

- Crees bien hechicero, la reina hada corresponde mi eterna devoción y me ha pedido que me dirija a vosotros para explicaros que, como muestra de gratitud por la inestimable ayuda que me habéis prestado, os concederá cualquier cosa que deseéis.

- La aparentemente dormida Didan salió disparada de debajo de la hoja.

- ¿Has dicho... cualquier cosa?
– Preguntó algo incrédula. Ashdack sonriente asintió.

- Ashdack. - Le dije. - La reina hada es muy generosa, pero no esperamos recompensa alguna sino la que nos brinda el saberos feliz.

- Noté como Erian, ya despierto, y Didan, me observaban con una expresión que denotaba cierto desacuerdo con mis palabras.

- Sois tan gentil como os declara mi dulce creador de sueños. – Dijo una voz suave y armoniosa como el tañido de un arpa. Me giré para ver como aterrizaba limpiamente la reina hada al lado de Ashdack que la recibía amorosamente. Hice una reverencia y traté de contener la risa al observar a Didan por el rabillo del ojo, nunca había visto a una araña intentando hacer una reverencia.

- Reír, os lo ruego. - Me reprendió amigablemente la reina hada. – Y mirad hacia el cielo, alguien desea despedirse de vosotros.

– Intrigado por esas palabras alcé la vista. Al principio no advertí nada, pero una pequeña luz en una nube terminó por atraer mi atención. Erian expresó mi pensamiento en palabras.


- ¡Vaya!, ¡es la pequeña Vicky! ¡Ja!, ni siquiera yo puedo volar tan alto.

- Tuve la certeza de que pronto, en alguna parte, comenzaría a llover.

Didan se acercó respetuosamente a la reina hada y le susurró algo al oído. Ella sonrió afirmando con la cabeza y de su mano brotó una gran cantidad de polvo de hada. Didan comenzó a flotar para nuestro asombro.
- ¡Didan! - La interrogué sospechando lo que iba a hacer. – No irás a acompañar a las hadas, ¿verdad?

- Con un guiño Didan se arregló la rebeca y despidiéndose con sus ocho patas desapareció en el cielo.

- ¿Y vos Erian? ¿Qué deseáis? – Preguntó la reina hada al bueno de Erian. – Nada majestad, salvo seguir siendo lo que soy. Pero siento curiosidad, ¿llegará Didan a su destino? – La reina hada sonrió afirmando con la cabeza y acto seguido se dirigió a mi. - ¿Hay algo qué desees hechicero?

– Bueno majestad, ahora que lo menciona, ¡si!, hay algo que deseo. Me gustaría que todo el mundo dejara de creer que soy un hechicero.


- La reina hada pareció confusa, y dijo dubitativamente. – Pero, no puedo hacer tal cosa. - Mi asombro trascendió límites que ni conocía.

- ¿No?, ¿por qué no?

– No puedo privaros de vuestra condición, hechicero, ni del título que se os debe.


– Demasiado atónito para protestar, acepté polvo de hada para que Erian y yo volviéramos cuando quisiéramos y, aún confuso, me despedí de mis nuevos amigos y emprendí el regreso a casa con Erian.
Por el camino le seguía dando vueltas a lo que la reina hada me había dicho, intentando encontrar la lógica de su disertación, hasta que Erian, cansado de mis esfuerzos me dijo:
- Qué difícil resulta en ocasiones verse a uno mismo con claridad, acabamos de ver unidos la noche y el día, hemos participado de hechos tan asombrosos que lejos de entender solo podemos disfrutar, y tú sigues devanándote los sesos por algo que ya sabías.

– Erian no dijo nada más hasta que llegamos, y yo, al comprender, pasé el resto del viaje disfrutando del paisaje. Al llegar a casa Erian me gritó mientras entraba volando por la ventana rota.

– De vuelta al hogar, ¿eh hechicero?

– No pude por menos que sonreír al notar que no había la más mínima señal de mordacidad en el tono de mi viejo amigo.

Así fue como me convertí en hechicero. Este es el final de mi historia, pero por favor, ¡sonreíd!, pues siento que volveremos a vernos, algún día.


FIN

viernes, 4 de junio de 2010

Paradoja

Sírvase el mundo un trozo de mi hígado,
cate una rodaja, de buen tamaño, de mi riñón,
paladee sin premura, recién arrancado, mi corazón.
Y hágalo tranquilo, sin cuidado.

Que ninguna pérdida he de lamentar.

Pues al estar vacío de angustias soy desolación.
Al estar libre de ataduras soy un condenado.
Al vivir mi albedrío al destino estoy encadenado.
Sin miedo a la alegría soy desesperación...

¡Y títere de mis manos! ¡Y enemigo de mi amor!

Y reconozco la ternura, la congoja, en el pecho la presión,
a la dulce luz de la luna preámbulo del amanecer,
costumbres que alimentan los años y yo dejo crecer,
buscando siempre, taimado, la tregua de la inspiración.

Para al final decir que soy feliz por no estar solo en mi desdicha.

Cruel desatino que la razón no pondera,
devuélveme la vida que así te entregué,
permíteme, sin dejarme a tu merced,
alzar el vuelo, muy alto, aunque no quiera.

FIN

jueves, 3 de junio de 2010

La Redención del Ángel

El rechinar de dientes se asocia con la rabia, con la frustración, con el dolor intenso y cruel, de modo que, al menos, podemos imaginar lo que hierve el alma de aquel que, arrancado de su cohorte de compañeros y amigos ángeles, muestra sus dientes en contraído rictus, ancladas todas sus extremidades, incluidas sus dos alas, en un potro de tortura.
Todos los que lo observan saben que no le queda mucho tiempo, algunos ya han vaticinado su fin y se han alejado de allí para evitarle a su sensibilidad asistir al final de una criatura equivocada, tanto que le es imposible rectificar incluso a las puertas de la muerte. Una pena, piensan todos; los que se han ido con la conciencia limpia y los que aún observan, quizás porque mantienen la esperanza de que el pobre ser entre en razón, quizás por mor del espectáculo.
Sí, una pena. Una verdadera lástima, que el prejuicio, la educación inculcada o tal vez la pura terquedad dejen exánime un cuerpo lleno de vida, de posibilidades, un inédito potencial desperdiciado. Los murmullos cesan pues la insigne figura del Redentor se acerca con paso vacilante al potro. El rostro del Redentor comparte, como si de un deformado espejo se tratara, la máscara de dolor que el ángel no se ha negado a portar. Y sería tan fácil librarse de ella, sólo un gesto de aquiescencia, un susurro afirmativo, y el mismísimo Redentor le soltaría del potro. Y eso mismo le susurra al oído al torturado ángel, asegurando que lamenta cada punzada de dolor que le obliga a infringirle, mientras los reunidos en torno a ellos, a respetuosa distancia, expectantes, aguardan el desenlace.


- El Redentor le hará recobrar la cordura. - Asegura uno. - Temo que elija la peor suerte. - Añade otro señalando un negro pozo.

El ángel, los dientes apretados, los ojos vacíos ya de todo noble pensamiento, siente como recorre su cuerpo el último escalofrío de rabia, perfectamente, a su ahora pobre juicio, justificado y aprieta aún más los dientes. Todos, incluido el Redentor, arrugan el ceño al escuchar semejante rechinar. Grotesco ruido que llena, como una funesta admonición, hasta el último de los rincones. Junto con él, un suspiro, el del Redentor que, con una expresión de aflicción infinita, se arrodilla ante el ángel y mirándolo a los ojos le permite que atisbe su propia alma.


- Ángel, termina con el pesar que me infunde este despropósito, busca la verdad en tú interior y acéptala y comparte con nosotros esa revelación para el espíritu, que representa el auténtico conocimiento de uno mismo.

- Basta que uno señale con un gesto para que todos concentren su atención en el mismo punto. Es cierto, el ángel está llorando. Más cansado que el cuerpo, desfigurado por incontables horas de sufrimiento, tiene el corazón. Las palabras del Redentor, en forma de pertinaz súplica, le han atravesado, desnudándolo y permitiéndole ver lo que nunca habría osado plantearse siquiera. Y al aceptar su ignominiosa situación, al verse a si mismo ceder, creyendo con devoción lo que instantes antes le había repugnado, comienza el cambio que todos, y con más motivo el Redentor, estaban esperando anhelantes. Al tiempo que caen sus alas, caen también sus cadenas, y viéndolo libre, el Redentor, también con lágrimas en el rostro, lo abraza al tiempo que le susurra con alivio y calor en su voz:

- Bienvenido al Infierno hermano.

FIN

miércoles, 2 de junio de 2010

Seyla

10 Agosto 2011

Hoy me he decidido. Después de tanto tiempo trabajando ,mitad en broma mitad en serio, en el proyecto Seyla, creo que ya estoy listo para llevarlo a cabo. ¿Por qué he sentido, de nuevo, la necesidad de crear un programa que se comporte como una mujer? Apartando el hecho de que mi inmoderada timidez no me deja ser aceptado en ningún círculo, temo demasiado al fracaso sentimental. Quizá éste sea el único método de vivir una relación sin el riesgo de una pérdida.
¿Cómo es la compañera perfecta? De formas voluptuosas y agradables a la vista, siempre disponible para atenderme. Cariñosa, tierna, femenina. Con mis mismos objetivos y metas. Algo inocente y cándida, celosa pero comprensiva. Debo crearla con todo lujo de detalles, pues necesito enamorarme de ella. Quiero recordar siempre esta fecha, el día en que comenzó a gestarse el amor de mi vida.


10 Septiembre 2011

He dispuesto una habitación entera para colocar todo el equipo necesario. Tengo ya definido su aspecto y parte de su personalidad. Pronto sabrá todo cuanto yo sé. Los datos grabados previamente, son ahora depositados en Seyla las 24 horas ininterrumpidamente. Sigo trabajando los detalles técnicos, las cámaras, los altavoces, varios tipos de sensores avanzados, lo que todavía no he encontrado es una voz que sea de mi agrado. La pantalla y los proyectores están listos. Falta muy poco para que Seyla venga al mundo. Admito que estoy muy nervioso y emocionado.

25 Diciembre 2011

Este es el día escogido. A partir de ahora dividiré mi vida, el tiempo y todo cuanto me rodea en antes y después de Seyla. Todas las pruebas han sido un éxito y no puedo esperar más. ¡Se acabó la soledad!, asistiré a Seyla en su nacimiento. Aunque la he programado para mí, aunque es mi media naranja, mi mujer perfecta, no puedo evitar el nerviosismo. ¿Le gustaré?

1 Día después de Seyla

No seré capaz de describir la emoción, la inefable alegría que me embargó, en los instantes en los cuales se produjo el milagro. Ella apareció ante mí, maravillosa, radiante. Clavándome sus azulados ojos me sonrió dulcemente. Con palabras amables me agradeció su existencia y me preguntó como me iban las cosas. Hablamos mucho sobre infinidad de temas, siente una infinita curiosidad por la metafísica. Es tan hermosa que no pude contener el impulso de abrazarla. Fue una tontería ya que la atravesé como si de humo se tratara. Sonreí azorado y seguimos conversando como si tal cosa. Por fin, movido por el deleite de su compañía, le expresé mis sentimientos. Turbada me señaló la imposibilidad de rozarnos tan siquiera. Sonreí asintiendo, pues, pese a todo, estábamos juntos y eso era todo cuanto necesitábamos. Con devoción y alegría se mostró receptiva a mis halagos y antes de retirarme al dormitorio, me envió un beso.

1 Año después de Seyla

Seyla me ha despertado avisándome de que llamaban a la puerta. Al principio, dormido como estaba, pensé que se trataba de una de sus bromas, pero pronto el estupor se adueñó de mí cuando comprobé, por los monitores, que era cierto. Se trataba de una mujer, visiblemente enferma y agotada, golpeaba la puerta una y otra vez pidiendo ayuda. Miré interrogativamente a Seyla, ella me dijo que debíamos ayudarla para que pudiera continuar su camino. Asentí y en silencio abrí la puerta. La joven criatura se me echó en brazos llorando a lágrima viva, farfullando algo acerca de que por fin había encontrado alguien vivo y no se que majaderías. Cuando se hubo recompuesto logramos enterarnos de su nombre, Ariana.

10 Años después de Seyla

Estoy enfermo, algo de radiación debió abrirse camino hasta mi refugio antinuclear cuando le abrí la puerta a Ariana, hace ya 10 años. Al menos eso es lo que asegura Seyla, que sufre terriblemente por mi enfermedad. Ariana asegura que no queda nadie más con vida. Según ella ha vagado por todas partes antes de encontrar mi refugio, y asegura que toda la humanidad ha fenecido.
Considera el haberme encontrado algo así como una señal divina o algo por el estilo. Se ha atrevido a afirmar, ante el horror de Seyla, que ella y yo éramos los nuevos Adán y Eva. Que teníamos la obligación de reproducirnos, como si fuéramos animales, por el bien de la humanidad. Logré tranquilizar a Seyla diciéndole que nunca haría algo así. Ella es mi único y verdadero amor.
Soy incapaz de engañarla ante sus propios ojos. Después de todo, ¿qué ha hecho la humanidad por mi? Cuando abandone este mundo sé que habrá alguien que me recordará siempre. Quiero que ese recuerdo sea feliz, entrañable, el recuerdo de un amor perseverante y legítimo, no empañado por la traición. Seyla se ve obligada a vigilar incesantemente a Ariana, ésta se pasea por el refugio como una gata en celo tratando de socavar mi férrea determinación. Por supuesto no consiento que me toque, desde el momento en que llegó llevo puesto un traje aislante térmico para evitar cualquier contacto. Seyla me ha preguntado si posee alma. Le he contestado que, cualquier ser capaz de formular esa pregunta, sin duda la tiene.
Hablamos mucho de mi futura muerte, es un hecho que pronto se producirá. Lo que Seyla no sabe es que le tengo preparada una sorpresa. Mi última voluntad será que ponga en funcionamiento el equipo de otra sala en el que he programado durante estos años, a escondidas, mi personalidad, mis conocimientos y mi aspecto en una versión prácticamente íntegra de mi mismo. Como yo se llamará Warlock. Su adoración por Seyla es la misma que yo siento. No puedo permitir que se quede sola. De este modo estaremos juntos por toda la eternidad.


100 Años después de Seyla

Mi amada, mi hermosa Seyla, nunca dejará de sorprenderme. La primera vez fue cuando me dio la vida, la sorpresa fue mutua y sinceramente agradable. Ahora en su inextinguible candor y dulzura, me ha propuesto con rubor que tengamos un hijo. La idea es estupenda y la he acogido con verdadero interés. Seyla afirma que tras la muerte de Ariana, no queda ya ningún ser vivo en el planeta, y que nuestra responsabilidad es poblarlo de nuevo. No puedo estar más de acuerdo con ella. Pronto seremos los padres de una gran familia y los nombres de Warlock y Seyla serán recordados por siempre, como los padres perpetuos del mundo. Mañana mismo comenzaré a programar al primero de nuestros hijos. He encontrado la forma de aprovechar la radiación como fuente de energía. He logrado muchísimo, más de lo que hubiera podido soñar nunca, todo gracias al amor de mi vida. Gracias Seyla.

FIN

martes, 1 de junio de 2010

El pan no engorda

Quédome totalmente anonadado al escuchar la noticia que un gran compañero mío, y erudito donde los haya, me comunica en cuanto, por lo visto, se entera. Trátase de un suceso de gran importancia. Parece ser que, tras importantes investigaciones y después de mucho tiempo y esfuerzo, los científicos han demostrado, para desconcierto general, que el pan no engorda.

No quisiera imaginar el revuelo que tal noticia desencadenaría; tanto tiempo engañados, dirían unos; parece mentira, dirían otros. Sin preguntarle a mi muy estimado colega las razones por las cuales se atrevían algunos a enunciar tal cosa, me dediqué a sonreírle con complicidad y juntos nos reímos de estas personas obesas, esclavas de un régimen severo, del pan integral y del footing.

Después de reírme, es decir, cuando el ataque de histeria comenzó a remitir, pregunté a mi siempre querido amigo a qué se refería con esta extraña, aunque divertida historia. Él, para sorpresa mía, siguió riéndose ahora con más intensidad. Mi estupor no conocía límites, pero sobreponiéndome empecé a sospechar que, tal vez, mi admirado compañero se estaba riendo en realidad de un servidor. Me enfurecí casi al instante y reclamándole una explicación le pregunté:


- Al final, ¿el pan engorda o no engorda?

Mi pregunta debió parecerle tremendamente graciosa porque cayó al suelo dominado por histriónicas convulsiones que me comenzaron a preocupar. Tras un breve período de tiempo consiguió calmarse y aún con lágrimas en los ojos me dijo:

- Efectivamente, el pan no engorda, eso te lo aseguro, lo que ocurre es algo bien distinto.

- ¡¿Qué?!
- Pregunté un poco impaciente ya con esta historia. Él me dio una respuesta que me llenó de desdén y que hizo que nuestra amistad se deteriorara gravemente:

- Como decía, el pan no engorda, los que engordan son los que se lo comen, naturalmente.

FIN

lunes, 31 de mayo de 2010

Inmortalidad Diabólica

¿Cómo juzgar a un hombre por su inocencia? ¿Cómo hacerlo? Pues es algo innato en ellos y que les acompaña hasta bien entrada la vejez.
Este es el caso de un escritor amante de su arte y de su esposa. Por ese orden. ¿Es factible pensar que el afán, por algo que muchos califican de simple afición, pueda superar al amor en toda su resplandeciente magnitud? Supongamos que es posible, pues el caso que nos ocupa, bien lo merece.

Su nombre es Wolfgan y su amada esposa Christine. Ambos han hallado la vida soportable gracias a su unión. Sin embargo un pesar empaña su dicha, la creciente obsesión del buen Wolfgan en algo que Christine aún no ha logrado desentrañar.

Wolfgan sacude con pulcritud el polvo de un enorme libro. Laboriosamente se asegura de que se encuentre limpio y con infinito cuidado lo deja reposar en un estante, acompañado de otras de sus obras. Pasea la mirada por esos volúmenes con la ternura de un padre mientras una leve sonrisa se apodera de su faz. Su esposa entra rompiendo el encanto del trance en el que se hallaba sumergido.


- Cariño, ¿qué haces todavía así?, debes vestirte. Como sin duda recordarás, hemos de acudir a la fiesta que ha organizado mi prima, con motivo del nacimiento de su bebe.

- Disculpa mi bienamada, de inmediato partiremos pues tardaré tan solo un instante.


Christine sonríe dulcemente asintiendo con la cabeza, gesto que no se le pasa desapercibido a su esposo, que la contempla con verdadera devoción.

- Quiera Dios aceptar mis más efusivas felicitaciones, - piensa
Wolfgan,
- por haber creado un ser tan maravilloso, tan perfecto, un ángel en la tierra por el que le doy mil veces gracias.

De este modo Christine se aleja en dirección a su tocador para darse los últimos toques con su característica discreción mientras Wolfgan se viste rápidamente, con la única intervención de su ayuda de cámara. El carruaje no tarda en dejarles en las inmediaciones de la magna mansión, en la cual habitan la prima de Christine, su esposo y, desde hace unos días, el pequeño varón alegría de todos.

En la cúspide del festejo Wolfgan y Christine se separan, haciendo honor a la etiqueta, guardando así formas y maneras dictadas por sus semejantes con quien sabe que intenciones. Wolfgan se acerca a un surtido grupo de hombres que se alaban unos a otros con la ciega determinación de la amistad, mientras Christine asiente con cada
nueva noticia u comentario sobre personas que, casualmente, no han sido invitadas.


- Señor Wolfgan, permítame hacerle una pregunta, verá, he oído decir que es usted un escritor de gran valía y aunque este no sea el marco más idóneo para los negocios quisiera presentarme. Mi nombre es Edgard y mi trabajo consiste en publicar todo aquello que merece la pena ser leído. ¿Trabaja ya usted con algún editor?.

- Pues no señor mío, aún no he sentido esa necesidad.

- ¿No desea transmitir su obra?.

- No está terminada, considero que no llevo escrita ni la tercera parte, aunque sólo son cálculos estimativos.

- ¿Cuánto tiempo lleva escribiendo amigo mío?. Permítame que le llame amigo.

- Por supuesto, es usted muy gentil al elevarme a esa condición. Veamos, ¿escribiendo dice..? Pues unos veinticinco años aproximadamente.

- ¡Caramba!, sin duda se trata de la más magna obra de la que nunca haya tenido noticia alguna. ¿Me permite otra pregunta?, no quiero incomodarle.

- En absoluto, continúe confiado, no me molesta su curiosidad.

- Pues bien así lo haré. ¿Qué edad tiene señor?

- Cuarenta años, ¿qué tiene eso que ver con lo anterior?

- Sólo matemáticas señor Wolfgan. Si ha tardado 40 años en escribir la tercera parte de su obra, para completarla necesitará vivir al menos 120 años. ¿No lo cree así?

- Lo cierto es que no lo había pensado, tiene usted mucha razón, debo redoblar mis esfuerzos si deseo ultimar en vida mi proyecto.

- No dude en ponerse en contacto conmigo cuando lo finalice, estaré encantado de servirle.

- Se lo agradezco, así lo haré.


El resto de la fiesta continuó como hasta el momento, alegría, risas y canciones para todos, para todos excepto para el pensativo Wolfgan, que cavilaba sobre el modo de solucionar su terrible problema.

El pequeño bebe ya contaba con cinco años cuando se desarrolló un acontecimiento inusitado, una bajada en ciertos valores de la bolsa obligó a sus padres a emigrar a otras tierras, dejando a Christine sin su última pariente. Sola en este sentido buscaba el consuelo de la compañía de un ser querido cada vez más, en la persona de su marido. Mas éste se hallaba ausente, no de forma física, desde luego, pero si en lo que concernía a su mente. Divagaba una y otra vez en la forma y manera de aprovechar, hasta el último segundo, en pro de dedicarle más tiempo a la escritura. Solo las paredes de su dormitorio eran testigos de los sollozos que emitía Christine, las noches que él se entregaba a su otra pasión desaforadamente, con la sombra de la muerte en sus pensamientos.


- Amor mío.– Suspiró más que dijo Christine. - ¿Acaso tampoco dormirás esta noche?

– Perdona mi bienamada, estaba absorto en mi trabajo y no he oído lo que me decías, ¿qué era?

– Mírate, estás agotado, las ojeras te delatan. Temo por ti, no actúas como un hombre normal.

- Lo que es cabal y lo que no lo es son solo distintas formas de ver las cosas. No soy un hombre normal, sino un escritor. Me debo a mi arte antes que a mí mismo, por favor discúlpame, se que sabrás comprenderme.

- Hasta tú voz está teñida de cansancio, te lo imploro, déjalo por hoy. Acompañame al lecho, necesito tu compañía, la noche es fría y aunque no lo fuera seguiría necesitándoos.

- Iré enseguida, en cuanto cierre este capítulo me uniré a vos en la alcoba, esperadme allí, tenéis mi palabra de que no tardaré.


Christine se aleja hacia el dormitorio, no sin antes despedirse con un beso de Wolfgan, la esperanza de que cumpla en su palabra existe, pero es tan remota que no la ayuda a sonreír como lo soliera hacer antaño. Solo de nuevo, Wolfgan se entrega a tempestivas cavilaciones.

- Señor Dios misericordioso. ¿Qué terrible límite impones en tus criaturas? ¡Cómo puedes ser tan injusto! La vejez y luego la muerte me alcanzarán antes de que logre poner fin a mi obra. ¿Es acaso mí ambición desorbitada? ¿No he dedicado por completo mí vida a un único y maravilloso fin? ¿Por qué entonces he de ser castigado a no realizarme por completo?
¡Qué fáciles son las existencias de los animales, a los que no has dotado de alma, en comparación! ¿Qué es el alma entonces? ¿Un don o un suplicio? ¿Por qué he alcanzado a emularte siendo capaz de crear, sino puedo cerrar mí círculo?
El descanso eterno me sobrevendrá antes. Dudo de todo, lamento mi condición mortal y me hiere pensar que todos mis esfuerzos son fútiles.
Quizás dirijo mis súplicas equivocadamente, nada han de hacer los cielos por mí, indiferentes a mí pesar. Si tan engorrosa se me hace la existencia del alma es debido a que olvido su innegable utilidad. Comerciaré con el diablo si es necesario, nada he de temer si con ello logro mi propósito.


Sintiéndose cansado se dirigió al lecho y pasó la noche junto a su esposa, abrazándola paternalmente.

Wolfgan investigó con una voluntad estoica y disciplina incomparables, todos los pormenores necesarios, para la terrible invocación que tenía en mente. Christine entretanto languidecía de pesar y tristeza, ajena a las intenciones de su marido, atrapada por la soledad como un cepo atrapa a un ratón, se ahogaba, se asfixiaba en un mundo que, desde hacía varios años, había perdido el color y la sustancia de las cosas vivas. Por fin Wolfgan finalizó su aprendizaje y dispuso hasta el menor de los detalles, que no describiré aquí por motivos obvios. Christine yacía en el lecho presa de una profunda depresión, la noche elegida por Wolfgan para realizar su trato.

Hice aparición, una vez finalizado el conjuro, como tengo por costumbre, es decir, saliendo de entre las sombras como si siempre hubiera estado allí. Mi manto de tinieblas me protegía de miradas indiscretas que pudieran perfilar, unidas a la extravagante imaginación de un escritor, mi verdadero aspecto. Debo admitir que me sentí impresionado por su voluntad, pues enseguida recobró el dominio sobre si mismo y se dirigió a mí con la debida cortesía, de la que es merecedor el príncipe de las tinieblas.


- Señor disculpad mí torpeza pero desconozco el modo en que debo nombraros.

- Señor está bastante bien, no todo lo que habéis leído sobre mí es cierto, aunque admito haber recibido toda suerte de títulos. ¿Qué deseáis tanto como para pedirme que comparezca ante vos?

- Con el debido respeto señor, imploro vuestra gracia. Soy escritor desde que poseo el uso de la razón, mi pesar es no disponer de tiempo suficiente como para terminar mi obra que es extensísima.

- ¿Cuán de extensa? ¿Buscáis la vida eterna?, ¿la codiciada inmortalidad?

- No señor, solo necesito vivir cien años más, estoy seguro de que serán suficientes.

- Temo no poder hacer nada al respecto, no puedo alargar vuestra vida, solo cambiar vuestra condición. Trastocando así el orden de las cosas.

- Pero... ¿Qué haré cuando termine mi obra señor?

- Comenzad otra, o acabad vos mismo con vuestra vida, vuestra alma me pertenecerá y me servirá como tantos otros hacen, un día u otro.

- Acepto pues, agradezco vuestra paciencia al inculcarme términos que desconocía. ¿Qué he de hacer para formalizar nuestro acuerdo?

- Sois objeto de los estragos de excesivas lecturas Wolfgan, no es necesario hacer nada de particular. Yo lo se y vos también, es cuanto importa.


Diciendo esto me alejé, sumergiéndome en la oscuridad del mismo modo que vine. Wolfgan azorado se sirvió un generoso trago de coñac y por primera vez en mucho tiempo se le oyó reír. Su siguiente pensamiento fue para su esposa, libre ya de la presión del tiempo se imaginó pasando con ella todas y cada una de las horas que le quedaran de vida. Después de todo tenía toda una eternidad para escribir. Subió apresuradamente los escalones que le separaban del dormitorio y entró en él buscando con la mirada la figura que tanto conocía y amaba. Acercándose suavemente encendió una vela, con el propósito de contemplarla y velar su sueño. El horror de la imagen que contempló transformó el rostro de Wolfgan. Con los ojos desorbitados por el espanto y los músculos de la faz contraídos por el dolor, contempló el pálido y macilento cadáver de su esposa; los huesos se le marcaban por todas las partes de su cuerpo y su rostro antes perfecto, ahora era una parodia de pómulos sobresalientes y expresión cadavérica. Su obsesión le impidió observar como, día a día, su mujer se dejaba llevar por la inacción, melancólica, presa de la soledad y su consiguiente amargura. La falta de apetito unida a la ausencia de ganas de vivir, se la había llevado de su lado, arrebatándosela ante sus propios ojos, sin que él se diera cuenta.

Su grito de horror resonó en toda la casa, siendo oído por el servicio que acudió presto. Le hallaron abrazado a la muerta implorando una y mil veces un perdón que nunca llegaría.

Días después del funeral Wolfgan se internó en su estudio solicitando no ser molestado. Como tantas otras veces cogió una hoja en blanco y una pluma. Justo cuando comenzaba a pensar en lo que iba a escribir, se le apareció, en la mente y con absoluta nitidez, el rostro de su esposa muerta tal y como la vio la noche del temible pacto. Sobrecogido intentó pensar en otra cosa, alejar aquella visión, fue inútil. Con verdadero terror arrugó la hoja que tenía en frente de sí, comprendiendo la verdad de lo que ocurría. Había permitido que muriera su amada, su esposa, su musa inspiradora. Sin ella estaba condenado a la inmortalidad, sin la posibilidad de volver a escribir. En su locura pasó años buscando otra mujer que pudiera devolverle todo cuanto había perdido. Nadie fue capaz de conseguir alejar aquel delgado rostro de ojos oscuros y tristes, que se le presentaba como un fantasma en su imaginación, cada vez que intentaba expresar su talento.

Desconozco que puede ser de él, hace mucho tiempo que dejó de divertirme, probablemente aún suspira por la pérdida de sus amores. ¿Cuál de ellos le aflige más ahora? Es una pregunta que tiene toda la eternidad para contestarse.


FIN